viernes, 25 de febrero de 2011

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Más tarde, sentado junto a ella, él observaba las fotos esparcidas por la mesa.
Un niño riendo, un joven girando en círculos con una chica entre sus brazos, un pájaro de colores vivos posado en una ventana, una máquina de hacer palomitas con estas rebotando dentro contra el cristal... Incluso él, comiéndose un helado, riendo, con la barbilla manchada.
La observó, tumbada, escuchando música.
Si todo el mundo pudiera percibir todos los momentos de felicidad como hacía ella, estaba seguro de que al mundo le iría mucho mejor. Si alguien a quien la vida había privado del don de ver podía hacer inmortales tantos segundos tan sencillos -pero tan valiosos- guiándose solamente por el sonido, el ruido, los olores y el tacto que la alegría dejaba tras de sí... ¿por qué no podíamos el resto del planeta intentar hacer esos momentos más numerosos, más visibles?
Sacudiendo la cabeza y dejando las fotos tal cual estaban, sin ordenar, se agachó sobre ella y le dio un suave beso en la mejilla. Sus ojos giraron en torno al espacio desordenado, desastroso, y su vista se clavó en la cámara encima de la silla. Cogiéndola, añadió otro segundo más de vida a la colección. Aprovechando la poca luz que entraba y le daba en la cara, y su semblante, que inspiraba paz, le sacó una foto. Para él, la más bonita.
Después se tumbó a su lado, poniendo mucho cuidado de no despertarla.
Mañana ordenaría todo.